Aquella mañana, los corazones de los indios bailadores saltaban de alegría.
La princesa Carú, la hija del cacique Toquisai, iba a casarse con el hijo del cacique de los mocotíes, un joven muy apuesto y valiente guerrero.
Ya se acercaba la hora anhelaba. El banquete ya estaba listo y el alma de Carú palpitaba de nervios y canciones.
De pronto, los centinelas que oteaban el horizonte desde los picachos más altos, anunciaron alarma y peligro. Venían unos seres extraños que avanzaban quebrando los soles con sus pechos de hierro y montados en unas bestias enormes.
Los indios Bailadores se prepararon para el combate. Juan Rodríguez Suárez también alistó a sus hombres.
Fuego, hierro y caballos abrieron un torrente de sangre en el valor de los Bailadores que sólo contaban con sus macanas y flechas. El monte se fue llenando de cadáveres.
El novio de Carú estaba entre los que encontraron la muerte en el combate. Un dolor insoportable rompió el alma de Carú. No podía ser verdadera tanta desgracia.
El dios de la vida que moraba en la cumbre de la montaña, le devolvería a su amado, para recorrer junto a él ese largo camino de felicidad que había sido violentamente cortado.
Con una increíble fortaleza que brotaba de su amor, Carú cargó el cadáver cerro arriba. Llego con él a la cumbre, donde moraba la divinidad, para rogarle que le devolviera la vida. Al tercer día, le fallaron por completo las fuerzas. No pudo proseguir más. Abrazada al cuerpo de su amado, quedó muerta.
El dios de la montaña recogió sus lagrimas y las arrojo al espacio para que su pueblo y todos los habitaran después estas tierras, conocieran y recordaran la suerte de Carú.
Y allí está la bellísima cascada de Bailadores, lágrimas eternas de Carú, sollozo inagotable del corazón indígena.
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